El centinela de Coayare: Memorias de un oficial
Por Edwin Suárez Narváez
A sus 83 años, Hernán Henao Obando está listo para contar, de manera oficial, su historia. No la historia de su vida, toda, sino la de una pequeña fracción: apenas unos cuantos meses. Los años se le acaban y quiere que Colombia se entere de que fue él, a sus 20 años, el oficial a cargo del primer pelotón que se instaló en Guainía, que fue la ley y el orden en una tierra de nadie, y que se enfrentó al “tigre” más grande que jamás vieron sus ojos.
Pero hay un problema: su memoria es endeble. La historia que quiere inmortalizar me la ha contado un par de veces, y cada vez hay algunos datos diferentes, que no concuerdan. Conversar con él es verlo arañar los recuerdos en su memoria, antes de que desaparezcan para siempre. Desde el apartamento en que vive en la siempre fría Bogotá, detrás de una computadora, el mayor retirado hila las palabras cuidadosamente, hasta que, de repente, se pierde en los confines de su mente.
— En qué estábamos. -Dice cada tanto-.
Don Hernán, que, en su natal Fredonia, un pequeño caserío incrustado en las montañas de Antioquia, nunca vio un soldado, quería ser ingeniero, y terminó en la Escuela Militar de Cadetes en Bogotá. La Universidad de América tenía 35 cupos para la carrera de Ingeniería Electrónica y había más de dos mil candidatos. Fue una locura, recuerda. Él, un aspirante de pueblo, campesino, medio ignorante, no tenía ninguna posibilidad frente a los estudiosos citadinos.
¿Cuándo se recibió don Hernán como subteniente? Él no lo recuerda con precisión. En una de las primeras entrevistas me dijo, con toda certeza, que fue el 10 de marzo de 1962. Sin embargo, en la última conversación que tuvimos en su apartamento, a inicios de julio de este año, volví a preguntar sobre este acontecimiento.
—Yo duré un año en la Escuela, salí en el 62. Dijo, sin precisar la fecha, refiriéndose únicamente al año 1962.
En la mesa que sirve de comedor a la vivienda, ubicada en un conjunto residencial del barrio Alhambra de la capital colombiana, estamos sentados don Hernán, su esposa y yo. Ella interfiere para interpelar al protagonista de esta historia. “El ingreso tuvo que ser en el 60 Hernán, porque en el 63 usted ya era oficial”, dice.
Sin siquiera pensarlo, como si estuviera firme frente a un pelotón de soldados transmitiendo un mensaje que acaba de enviar un oficial superior, con un tono de voz claro y fuerte, don Hernán dice:
—Corrijo. El ingreso fue en el 60. -Y enfatiza-. En el 60.
Pero se da cuenta que tiene que volver a corregir. Lo piensa unos segundos, mira sus manos sobre la mesa. Parece incómodo por no poder retener en su memoria una fecha de tal magnitud para su vida: el día que inició su carrera militar. Su voz ahora es más pausada, más tímida.
—Negra, pero yo entré (a la escuela) en el 62.
—¿Solo estuvo un año en la escuela?, pregunta ella.
Sí. Eran otros tiempos. Dependiendo del grado educativo que tuviera el aspirante a oficial, los estudios en la escuela militar podían durar entre uno y tres años. Entre mayor el grado de escolaridad, menor el tiempo en la academia castrense. Don Hernán era bachiller, le tocó sólo un año. ¿Pero, si entró en el 62, como él dice, entonces se graduó en el 63? Yo me quedo con la duda.
Ya como subteniente, Henao Obando fue trasladado al Grupo de Caballería Guías de Casanare en Yopal. Pero ese no era su destino final. Dos meses más tarde fue enviado a Santa Rita (Vichada), a perseguir una guerrilla liberal e instalar un punto de control sobre el río Guaviare, en la entonces Comisaría del Vaupés.
Así fue como él, un oficial sin vuelo, terminó, desde la cima de una enorme piedra, liderando un pelotón de 40 hombres en medio de la espesura de la selva. Don Hernán no ha perdonado, todavía, lo que considera un desacierto del Ejército Nacional.
— Yo era un chino pendejo de 20 años. Cómo me iban a mandar con esa pobre gente a enfrentar el orden público sin saber cuáles eran las condiciones.
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Para finales de la década del 50 e inicios de los 60, Santa Rita tenía apenas cuatro casas, pero era un lugar próspero. Ubicado a orillas del Vichada, un afluente del imponente Orinoco, era la puerta de entrada a la Amazonía nororiental de Colombia. Decenas de personas llegaban cada semana en embarcaciones de tamaños diversos cargadas de caucho, pendare, fibra de palma de chiqui chiqui, pieles de jaguares y anacondas y otros productos de la región, que luego salían en camiones hacia los centros industriales del país y el mundo.
— Yo me sentía como en esas películas del lejano oriente. Dice, por teléfono desde su casa en Inírida (Guainía), Guillermo Díaz, un señor de 83 años, quien, a la edad de 16, conoció Santa Rita, cuando era ayudante de uno de los siete camiones que recorrían durante días enteros la llanura que conecta los rincones del Vichada con el centro país.
Era un lugar con los días llenos de zozobra, un territorio sin ley en donde la gente portaba escopetas o revólveres y machetes en la cintura. El derecho a comerciar los productos se disputaba, muchas veces, con fuego.
El caso que más recuerda don Guillermo es el de Flavio Barney y Joselín Patarroyo, quienes tuvieron una guerra a muerte. En la región, unos 70.000 kilómetros cuadrados, no había espacio para los dos. A inicios de marzo del año 59 los rivales coincidieron en Santa Rita. Al principio hubo un tiroteo que se prolongó durante dos horas, y luego, un silencio ensordecedor. Manuel Camargo, uno de los camioneros, pensando que la trifulca ya había terminado, se asomó a la puerta de la casona en la que estaba. Patarroyo lo confundió con su contrincante, que estaba escondido en el mismo lugar, y lo fulminó a tiros con su rifle Flower calibre 22. El más certero le dio en el corazón. Ese día también cayó Patarroyo y un indígena que lo acompañaba. La consigna se cumplió: uno de los dos tenía que morir; murieron tres.
Sumado a los conflictos ciudadanos, en Santa Rita y sus alrededores confluía un número importante de delincuentes huyendo de la justicia, exguerrilleros que luego de dejar las armas habían sido reprimidos por el Gobierno y rebeldes que no se habían acogido a las amnistías que ofrecía el Estado. Eso derivó en la conformación de una cuadrilla guerrillera que rápidamente controló la zona, y estaba liderada, entre otras personas, por el sobreviviente Barney, Alfredo Marín y Tulio Bayer Jaramillo, un médico caldense que se especializó en Harvard y que poco antes de enfilarse había sido cónsul de Colombia en Puerto Ayacucho, capital del estado Amazonas de Venezuela.
Las acciones bélicas de los insurrectos provocaron, a finales de septiembre de 1961, la instalación en Santa Rita de un puesto de Infantería de Marina compuesto por un oficial de menor rango, un cabo y cinco infantes de marina, para retomar el control de la región. Sin embargo, la empresa fracasó porque los guerrilleros lograron retener, sin hacer un solo disparo, a los militares, quienes finalmente fueron evacuados en un avión militar. Los rebeldes se apropiaron de la “estación de radio, dos subametralladoras Madsen, dos fusiles ametralladoras, 25.000 cartuchos, 25 granadas de mano y la totalidad del equipo”, detalló el teniente coronel Álvaro Valencia Tovar, en su libro ‘Testimonios de una época’.
Ese fue el inicio de la ‘Guerra de los tres brincos’. El Ejército envió al Batallón Colombia a implementar la ‘Campaña del Vichada’ y neutralizar el movimiento armado. El objetivo principal era intervenir “puntos críticos sobre el Orinoco y el Guaviare en la gran retaguardia del grupo insurgente, con el fin de controlar las comunicaciones fluviales e impedir el abastecimiento de armas y municiones desde los países vecinos”, se lee en el libro de Valencia Tovar.
El subteniente Henao Obando fue uno de los oficiales del Ejército colombiano que terminó involucrado en la ‘Guerra de los tres brincos’. Su misión era impedir la expansión y fortalecimiento del grupo guerrillero en la región.
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¿Cómo llegó el subteniente Henao Obando a Santa Rita? Su memoria también sucumbe frente a esta pregunta. La primera vez que conversamos, a través de una videollamada, me dijo que había volado en un hidroavión que acuatizó en el río Vichada, con los cuarenta soldados de su pelotón. Después, en una segunda entrevista, me aseguró que llegó por tierra, en un viaje de varios días a través de la inmensidad de la llanura. En el tercer diálogo que tuvimos, insistí en la pregunta:
—¿Don Hernán, usted recuerda cómo hizo para llegar desde Yopal hasta Santa Rita?
—Ah sí. Por tierra. Había que aprovechar algo de verano para hacer ese viaje. Nos gastamos tres días.
El oficial Henao no duró más de cuatro días en Santa Rita. Alistó todo lo necesario y emprendió el viaje hacía el río Guaviare, para ubicar un lugar en el cual instalar un puesto de control con su pelotón. Cuando ya estaba en la barcaza, que, para esa época en la región se conocía como chalana, a punto de partir, con sus 40 soldados y víveres para un mes, su comandante lo despidió con una frase que sigue intacta en su cabeza.
— Defiéndase caballero, me dijo.
Y eso hizo.
El oficial Henao Obando navegó aguas arriba durante varios días. Primero, por el Vichada; luego, por el Orinoco; y, por último, por el río Guaviare. Durante el viaje, miró como la embarcación esquivaba las piedras que en época de verano sobresalen del Orinoco, sintió la brisa de la mañana acariciar su cara y los mosquitos de la tarde silbar en sus oídos, y vio el sol ponerse rojo y grande al atardecer. Fue feliz. Iba rumbo a lo desconocido.
Como en la temporada de lluvias (entre los meses de mayo y octubre) los ríos de la región se salen de su cauce y forman unas lagunas conocidas como rebalses, la primera tarea del subteniente Henao Obando era encontrar un lugar lo suficientemente alto como para estar a salvo, incluso durante la creciente más grande que se pudiera presentar.
— La recomendación que me dieron las personas de la región es que me podía acomodar en una piedra alta que hay en esa zona, una piedra altísima, llamada Coayare.
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Aprovechando un viaje que hice a Guainía para realizar una investigación sobre la minería ilegal de oro en el departamento, decidí visitar la comunidad de Coayare, ubicada a 16.5 kilómetros de la ciudad de Inírida navegando a través del río Guaviare.
Es sábado 4 de mayo de 2024. Son las 7.15 de la mañana y el puerto de la ciudad está en movimiento. Cae una lluvia intermitente que colma la paciencia. Hay un sol pálido en el horizonte. Huele a humo; Inírida es una ciudad que siempre huele a humo. Hay decenas de lanchas rápidas y de carga atracadas en el lugar. La gente lleva maletas, niños en brazos, neveras plásticas, mercado, gaseosas. También llegan canoas o botes de pequeña envergadura con yuca, plátano, piña y patillas.
La embarcación en la que voy a viajar se llama Alcaldía, pertenece a un exalcalde del municipio. Me la alquiló, junto con el motor, para hacer los viajes que requiero durante mi estadía en Guainía. Edgar Guajo, un comunicador indígena que vive en la ciudad, es la persona a cargo de la logística. Está angustiado. El motorista que contrató lleva ya 20 minutos de retraso. Hace llamadas, una tras otra. Se lo nota cada vez más angustiado. El motorista no contesta. Creo que él sabe que el personaje es incumplido. Ya lo conoce y aun así le propuso el viaje. Pero tiene un plan B entre manos. Llama a otro maquinista que cobra más caro. Mientras lo veo caminar de un lado para otro, en un rango de 20 metros, pienso: las emergencias siempre salen caras.
Debíamos salir a las siete de la mañana y ya el reloj marca las 7.26. Yo trato de mantener la calma. Observo a la gente. Me detengo en una embarcación llamada El Nazareno. ¿Para dónde va? Me pregunto. Dos minutos más tarde entiendo que el bongo, una canoa metálica de dos toneladas de capacidad, se dirige a San Fernando de Atabapo, la población venezolana más próxima a la ciudad de Inírida, para llevar a un equipo de fútbol. Pero no todos han llegado. Uno de los jugadores acosa a los que faltan. “Nos vamos ya, dónde están”, reclama por teléfono. ¿Ganarán el partido? Me pregunto. Van a perder por W si no llegan a tiempo. ¿A qué hora empieza el juego? No sé y tampoco pregunto. Su destino está a unos cuarenta minutos. Ese es el tiempo que se necesita para llegar a Venezuela. Ese es el tiempo que, en este caso, puede hacer que se pierda un partido de fútbol sin siquiera jugarlo. Los deportistas son insuficientes para llenar la embarcación. Intentan vender paisajes para San Fernando. Nadie compra. Aquí nadie viaja de improvisto, se requiere de planificación. Todo está cuidadosamente calculado. La lluvia insoportable tampoco ayuda a los vendedores de último minuto.
Son las 7.35. Nuestro motorista, el plan B, ya viene en camino. Es un indígena de unos 50 años que toda su vida la ha dedicado a navegar los ríos de la región. Siempre está listo, una llamada basta para que aparezca en menos de 20 minutos. Mientras llega, yo espero paciente sentado en la silla trasera de un motocarro parqueado a tres metros de la orilla del río. Ya no observo a la gente entrando o saliendo de los botes. Pienso. Reflexiono. Hace más de 60 años, por allá en el 62, la ciudad en la que estoy no existía. El puerto, tal como lo veo hoy: con su rampa grande, con su malecón amplio, con sus vendedores de tinto (café) y empanadas; tampoco. En la época del subteniente Henao Obando Inírida no era Inírida: era La Brujas, una comunidad indígena donde también vivían un par de comerciantes de chiqui chiqui, caucho y pendare. La construcción de la ciudad inició en 1965. Dos años antes había nacido oficialmente la Comisaría del Guainía, desde 1994 convertida en departamento.
En Guainía no hay carreteras, las carreteras son los ríos. El Guaviare es una autopista de 250 carriles. Mide un kilómetro de ancho al inicio de la temporada de lluvias. Vista desde arriba, la Alcaldía es una lámina diminuta flotando con tres personas a bordo. 15 minutos después de haber salido del puerto, la lluvia ha cesado, el cielo es un lienzo azul con unos parches grises que dejan colar el sol, que, igual que una red de pesca, deja colar a los peces más pequeños. En la orilla norte del río hay potreros, es el rastro visible de la deforestación. Hay vacas donde antes había selva. Desarrollo lo llamamos. No comprendo, ¿el desarrollo en sí es destrucción?
Es la primera vez que voy a Coayare y desde lejos lo reconozco por la piedra, la inmensa piedra que conquistó el subteniente Henao Obando. En la cima, donde la primera casa que existió fue la oficina del joven militar, hoy vive Marcelino Gómez, un mayor indígena de 61 años.
La comunidad ha crecido. Hoy tiene más de 100 casas; apenas eran 10 hace 60 años. La comunidad tiene un colegio con 360 estudiantes, construido justo donde antes estaban las instalaciones de la primera base militar que se instaló en Guainía. También hay un puesto de salud, un polideportivo cubierto, una cancha de fútbol, una iglesia evangélica y un punto de acceso a agua potable.
Solo hay una persona que, con 7 años, ya tenía conciencia plena cuando el Ejército llegó a Coayare: Eulogio Medina, hoy de 68. El 4 de mayo lo encuentro techando una maloca con hojas de palma. Bajo el sol de las 10 de la mañana, que ya quema fuerte en la piel, hace una pausa en su trabajo y me dedica 20 minutos.
—El Ejército llegó, pero ya no apareció nadie. -Dice don Eulogio, refiriéndose a la guerrilla-. Ellos se aburrieron. Uno iba por allá a la base y decían: vinimos a perder tiempo, nosotros queríamos echar plomo.
Don Eulogio regresa al trabajo y yo termino de recorrer la comunidad. El sol no da tregua. Son las 12 del mediodía. Mi visita a Coayare ha terminado.
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Con machetes en mano, el subteniente Henao Obando y sus hombres empezaron a tumbar monte para construir un campamento sobre una enorme piedra a orillas del Guaviare. Doce chozas de palma se levantaron en medio de la espesura, vigilando el paso de las embarcaciones.
—A los botes que no paraban, el Ejército les daba plomo. Todos tenían que arrimar para la requisa y reportar su viaje. -Recuerda don Eulogio-.
La vida, en Coayare, era una experiencia constante. El oficial dormía sobre una piedra, alerta ante el menor ruido. Pasaba las noches en vela y descansaba a ratos durante el día. Fueron meses enteros esperando un enemigo que nunca llegó.
—Nunca dormí una hora de noche en casi un año. -Cuenta don Hernán-.
No solo la guerrilla le quitaba el sueño al joven oficial. Unos siete meses después de haber instalado su base militar, la embarcación que llevaba el mercado desde Santa Rita naufragó. No quedó nada. Solo llegó la razón de que los víveres fueron a parar al fondo del Orinoco.
— Yo me dirigí por radio con el capitán que estaba en Santa Rita y le dije: necesito abastecimiento para 40 hombres porque yo no los voy a dejar un mes aquí sin nada. Me dijo, usted es lancero, aplique la supervivencia.
Y eso hizo.
En la despensa solo le quedaba un bulto de sal. La solución del subteniente Henao Obando fue destinar una comisión con los tres soldados con mejor puntería de su pelotón, para que cazaran micos en el monte; otros tres fueron a cazar loras y otros más a pescar. Así duraron un mes, hasta que llegó la próxima remesa.
Por esos días escasos de comida fue que Coayare recibió una visita del Senado de la República que estaba buscando un lugar donde fundar la capital de la nueva Comisaría del Guainía.
—Lorenzo Carvajalino, el corregidor de Amanavén, que andaba con ellos, me dijo que estaban pensando dejar la base militar como capital, que le iban a poner Obando por el apellido de mi mamá.
Pero no fue Coayare la que recibió el nombre de Puerto Obando, fue la comunidad de Las Brujas. Se llamó Puerto Obando por la época del 65, hasta que, en la década del 70 la capital del Guainía recibió el nombre definitivo de Puerto Inírida. Hoy, solo Inírida.
La anécdota que con más claridad recuerda el mayor retirado de su paso por Guainía es la del “tigre”, nombre que los habitantes de la zona le dan al felino más grande de la región: el jaguar. Una noche, el subteniente Henao Obando acompañó a un grupo de pescadores a cazar uno de estos animales. Esperaron por horas en la oscuridad hasta que los ojos del felino brillaron como cocuyos en la penumbra. Un disparo certero acabó con la bestia.
—Era como un ternero, divino, muy lindo. El “tigre” más grande que he visto.
¿Cuánto tiempo estuvo el subteniente Hernán Henao Obando al frente del primer pelotón del Ejército que se instaló en Guainía? Una vez más las grietas de la memoria son visibles. ¿Fueron siete meses o un año? A esas dos opciones se refirió varias veces a lo largo de nuestras tres conversaciones. La fecha de salida de Coayare sí está intacta en la mente del oficial retirado: 22 de noviembre de 1963.
— Esa fecha sí me la grabé. Iba con un radio celular oyendo noticias, cuando oí que el locutor dice: noticia de última hora, en este instante acaban de asesinar al presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy.
Han pasado 61 años desde que el subteniente Henao Obando dejó Coayare. Nunca ha vuelto a pisar esas tierras que una vez consideró un destierro. Hoy, a sus 83 años, lucha contra el tiempo para preservar los recuerdos de aquellos meses que cambiaron su vida y la historia de una región. Su historia, aunque fragmentada, permanece como un testimonio de los hombres y mujeres que, en la frontera de lo desconocido, sentaron las bases de lo que hoy conocemos como el departamento del Guainía.
Yo fui el soldado profesional Suárez jinete Carlos Alberto Yo fui fundador del Batallón de selva número 45 general próspero Pinzón hace 20 años en inírida gran departamento donde tengo muchos recuerdos