¿Destruyen la selva?, ¡sembremos!

Por Ancízar Cadavid Restrepo

La capa fértil del suelo del Guainía es sumamente frágil y muy superficial. Por eso, y lo decíamos hace 44 años en los sermones parroquiales y en las comunidades, al árbol derribado le sigue inevitablemente un arenal triste y sin vida. Hoy, -lo leo sin sorpresa, pero con intenso dolor- la explotación criminal de oro, coltán y preciosas maderas milenarias hace crecer con vértigo los parches de desierto sobre todo en la reserva Puinawai, una sola mina ha dejado un calvero, una calva de arena blanca de más de 40 hectáreas de deforestación. Esto lo leí con desgarramiento total, político y emocional el 11 de diciembre reciente en la publicación Vorágine, con el título “Coltán, oro y pistas clandestinas: el botín con el que grupos armados desangran al Guainía”. Te recomiendo su lectura en la web.

Hace 43 años estaba recién llegada del Brasil una significativa comunidad de indígenas yerales o ñengatúes. Eran muy pobres y se habían hecho a un pedazo de tierra cerca de las instalaciones de la Institución Educativa Custodio García Rovira. Era un desierto de arenas que resplandecían y quemaban a partir de las 10 de la mañana, arenas reverberantes. Aunque parecía un solar en permanente y tétrico verano, lo nombraron La Primavera. Parecía un suelo imposible para la vida humana. En la casa parroquial, mientras tanto, teníamos un solar grande donde, ya maduras, se erguían ocho palmas de coco que daban sus frutos con generosidad. Nunca dejamos que humano alguno se comiera sus jugosas cosechas. A los cocos les cortábamos la corona alrededor de su pecíolo y los poníamos a germinar en suelo húmedo. El propósito era ambiental, era anunciar -cuando todavía no era tema global- el evangelio del amor y del cuidado de la tierra. El experimento pastoral lo ensayamos con las gentes de La Primavera. En un diciembre tuvimos primeras comuniones y bautizos. Tres meses antes habíamos empezado los cursillos de preparación. Durante esos meses la comunidad tenía la misión de abrir huecos de buena cabida y empezar a llenarlos con apretados residuos orgánicos y vegetales. En proceso anaeróbico de fermentación, al llegar el día de los sacramentos nos íbamos en procesión con cocos retoñados y en medio de cánticos de comunión, para la ceremonia de siembra colectiva. Años después volé sobre el sector aterrizando en Inírida y vi desde el avión hermosos parches de verdor que adornaban la deforestada cabeza de arena de ese pedacito de la selva. 

Uno puede sentarse a maldecir o dedicarse a hacer la tarea. Donde la ambición criminal de los negocios urbanizadores, la enloquecida búsqueda de solución de vivienda de los pobres desplazados de sus terruños natales y la voracidad criminal de los traficantes de lo prohibido siembran destrucción, muerte, y condena al desierto sempiterno, a las conciencias vigilantes, lúcidas y despiertas nos queda la tarea de calzarnos unas botas de trabajo, un amable sombrero, unos guantes protectores y el amor a la tierra que persiste en darnos sus jugos nutricios. Y sembrar. Sembrar verdor es sembrar vida, es combatir pacíficamente las hordas de la muerte y sus macabros efectos. 

No sé cuántas casas tiene Inírida a la altura de este diciembre. Supongamos que son mil, con seguridad son más. Si cada casa tiene cuatro habitantes en promedio, pueden ser más. Y si cada habitante, a partir de sus diez años hasta los sesenta, siembra un árbol por año, en cualquier parte, en el solar o en el frente de la casa, en un baldío vecino, en el cementerio o al pie de una tumba sin nombre, a la orilla del río o de un caño, en deliciosas jornadas comunitarias de recreación y caricia de la tierra, de lúdica, comida e integración, tendremos que en cincuenta años, apenas un poco más del tiempo que yo llevo sin volver a esa amada tierra, habremos sembrado doscientos mil árboles. Doscientos mil árboles a cuya sombra podremos sentarnos a gozar la vida leyendo, escribiendo, conversando, pintando, cantando, escribiendo cartas a parientes y a viejos o recientes amores, adornando vasijas, tejiendo, cocinando, jugando en grupos, cantando serenatas a la luna, o al tigre, o a los grillos, o a las incansables chicharras del tatarabuelo de todos, el viejo palochismes, soñando tiempos mejores para los retoñitos que siguiendo nuestros pasos gatean, o garabatean las primeras letras, o sueñan su primer poema de amor. 

En cien años habremos recreado la selva, la selva madre que la ambición, la irracionalidad y la pasión bruta por acumular dinero nos arrebataron en los tiempos más aciagos de la historia de Colombia.

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