Cuento: La muerte de las perras flacas

Por: Escudo de la Selva
Imagen: Tomada de www.dibujos.net

En la temporada de verano cuando los caribes se pescan en la mitad del río, porque en la orilla las guabinas se esconden bajo las balsas de pastizales y ramas secas que caen de los barrancos, el sol del mediodía le golpea la espalda descubierta hasta brillarla rojinegra. Mientras tanto, las mariposas se reúnen en un banquete alrededor de los pedazos de carnadas que quedan en la canoa. 

– ¡Yo no sé Jacinta, pero ya no afilan ni los caribes chulos! ¿qué habrá pasado? ¿Será que los precios altos también les habrán quitado el hambre? Murmura, mientras pilotea la canoa con el canalete en la mano izquierda mejor que con la derecha. Mientras sonríe, la negra Jacinta lanza otra vez el anzuelo y las boyas – A este ritmo vamos a tener que echar a la olla lo que agarremos, responde – ¡o el criadero de mojarritas pagarán la situación! -dijo fuerte.  

-No seas trágica, mujer que los ‘paras’ no volverán a reinar las tierras. 

-Los tiempos no cambian-, dijo Jacinta. 

– Es que el hambre causa distracciones, eso dice la ciencia- responde Bicoco, apodo que le habían dado los estudiantes al profesor por su capacidad de memoria e intelecto. Decían que podía memorizar con una sola mirada una ciudad entera y pintar en perspectiva cada detalle de sus edificios.

– Mujer, mejor volvamos a la escuela que todavía tenemos pedazos de yuca y plátanos-, dijo.

Ya no había días tranquilos, solo días. Después de las últimas masacres que llegaron del centro, solo esperaban que el invierno les limpiase la memoria, porque los retoños de sangre indígena ya comenzaban a criarse con fuerza y esperanza. En la escondida escuelita de 50 estudiantes a orillas del río, a miles de kilómetros de la capital, sonaba la campana ordenando a los hijos de la selva y la sabana, mocosos expertos en bolinches y trompos a recibir el almuerzo, y en las tardes y noches a bailar el joropo hasta caer agotados de cansancio.

Bicoco tomó un pedazo de chinchorro para pescar y se lanzó al criadero que había en el puerto de la escuela, y mientras las agarraba y las echaba al balde plástico de pintura blanca que sirvió para tapar la sangre de los finaos, las iba contando. Contó 57 perra flacas. Eran del tamaño de una moneda mediana de 20 pesos, que de un mordisco quedaban comidas por la mitad. Las perras flacas murieron como los hombres caídos por el pelotón de fusilamiento que llevaron los ‘paras’. Sin culpa ni honra, sin piedad ni perdón, sin un aviso previo para defenderse. La vida les fue arrebatada por el hambre de los nuevos republicanos, que por cada pueblo inauguraron un matadero sin funeraria a la vista.

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